Había una vez... un hombre solo. Muy, muy solo. Estaba tan solo que no recordaba si fue diferente alguna vez. Tan, tan solo que perdió la noción de su propia soledad.

En contadísimas ocasiones, cuando estaba cansado, había bebido o vivía un disgusto, su desterrado corazón conseguía superar las murallas y laberintos que le había construído. Sentía entonces el dolor y la tristeza y el calor de la esperanza, del no eres ningún monstruo, te mereces que te amen.

Uno de esos días, una noche, decidió que ya bastaba. Cogió papel y lápiz y escribió:

Querida desconocida.

Después, tachó lo de querida. Y siguió:

Desconocida,

Me llamo Pablo. Tengo 34 años y estoy desesperadamente solo. Vivo en una ciudad de Europa, allí donde la gente se encierra en sus casas y nadie conoce a nadie. He intentado durante años acallar a mi corazón pero sigue escapando de las prisiones donde lo entierro y me grita que tú existes.

Si palpita tu corazón al leer este mensaje, será que el mío tiene razón y entonces, por favor, ponte en contacto.


Sin dejar tiempo a la mente de echarse atrás, colgó la carta en su web, junto a una dirección de Gmail.

Era, lo sabía, meter un mensaje en una botella y lanzarla al mar. Quizás por eso pudo hacerlo, porque la posibilidad de éxito era tan remota que no peligraba su segura soledad.

Algunos leyeron la carta y les gustó y se ofrecieron a publicarla en sus webs. Pero Pablo se negó. Rotundamente. Ferozmente. De ninguna manera. Era _su_ carta. Nadie la debía copiar.


Mientras, como sucede tantas veces en la historia de la humanidad, alguien, al otro lado del planeta, se sentía tan solo como Pablo, había tratado también de enmudecer a su corazón y decidió, también una noche, escribir una carta. Vivía en Ciudad de México y se llamaba Juan.

La carta de Juan recaudó admiradores que le pidieron replicar sus letras y, al contrario de Pablo, Juan accedió a ello. Quizás porque estaba más desesperado, quizás porque tenía más esperanza. El mensaje de amor saltó de web en web, de blog en blog, de foro en foro y decenas, cientos, miles de mujeres suspiraron por ser las elegidas.

No cabría ni decir que Pablo siguió solo hasta la muerte y que Juan fue abuelo y bisabuelo y vivió rodeado de personas que le amaron.



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